Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO V


Vuelven los españoles en demanda del Río Grande y los trabajos que en el camino pasaron



El gobernador Luis de Moscoso y sus capitanes, habiendo oído la buena relación del camino por donde se habían prometido salir a tierra de México, y habiendo platicado sobre ello y considerado las dificultades de su viaje, acordaron no pasar adelante por no perecer de hambre atajados en aquellos desiertos, que no sabían dónde iban a parar, sino que volviesen atrás en demanda del mismo Río Grande que habían dejado, porque ya les parecía que para salir de aquel reino de la Florida no había camino más cierto que echarse por el río abajo y salir a la mar del Norte.

Con esta determinación procuraron informarse del camino que podrían llevar a la vuelta, huyendo de las malas tierras y despoblados que al venir habían pasado. Y supieron que, volviendo en arco sobre mano derecha de como habían venido, era camino más corto para su viaje, mas que les convenía pasar otros muchos despoblados y desiertos. Empero que, si quisiesen volver sobre mano izquierda, haciendo el mismo arco, aunque alargaban más el camino, irían siempre por tierras pobladas, donde hallarían comida e indios que los guiasen.

Habida esta relación, se dieron prisa a salir de aquellas malas tierras de los Vaqueros y caminaron en cerco hacia el mediodía, llevando siempre aviso de lo que adelante en el camino había por no caer en algún desierto donde no pudiesen salir, y, aunque los castellanos caminaban con cuidado de no hacer agravio a los indios, por no los irritar a que les hiciesen guerra, y aunque hacían grandes jornadas por salir presto de sus provincias, los naturales de ellas no los dejaban pasar en paz, antes, a todas las horas del día y de la noche los sobresaltaban con armas y rebatos, y, para más sobresaltarles, se metían en los montes donde los había cerca del camino, y, donde no los había, se echaban en el suelo y se cubrían con hierba y, al pasar de los nuestros, que iban descuidados no viendo gente, se levantaban a ellos y los flechaban malamente, y, en revolviendo sobre ellos, echaban a huir.

Estos rebatos eran tantos y tan continuos que apenas habían echado los enemigos de la vanguardia cuando acudían otros por la retaguardia, y muchas veces a un mismo tiempo por tres y cuatro partes, y siempre dejaban hecho daño con muertes y heridas de hombres y caballos. Y esta provincia de los Vaqueros fue donde los españoles, sin llegar a las manos con los enemigos, recibieron más daño que en otra alguna de cuantas anduvieron, particularmente el día postrero que por ella caminaron, que acertó a ser el camino áspero, por montes y arroyos, pasos muy propios para salteadores como lo eran aquellos indios, donde, entrando y saliendo a su salvo, no cesaron en todo el día de sus acometimientos, con que mataron e hirieron muchos castellanos e indios de servicio y caballos.

Y en el postrer asalto, que fue al pasar de un arroyo donde había mucho monte, hirieron a un soldado natural de Galicia, llamado Sanjurge, de quien al principio de esta historia hicimos mención, y, por haber sido hombre notable, será razón digamos algunas cosas suyas en particular, pues todas son de nuestra historia y, porque son extraordinarias remito lo que sobre ellas y sobre cualquier otra cosa que aquí o en otra parte dijese a la corrección y obediencia de la Santa Madre Iglesia Romana, cuyo catolicísimo hijo soy por la misericordia de Dios, aunque indigno de tal madre.

Yendo Sanjurge por medio del arroyo, le tiró un indio de entre las matas un flechazo tan recio que le rompió unos calzones de malla y le atravesó el muslo derecho, y, pasando las tejuelas y bastos de la silla, llegó a herir al caballo con dos o tres dedos de flecha, el cual salió corriendo del arroyo a un llano, echando grandes coces y corcovos por despedir la flecha y a su amo, si pudiera.

Los españoles que se hallaron cerca acudieron al socorro y, viendo que Sanjurge estaba clavado con la silla y que el alojamiento se hacía cerca de donde estaba, lo llevaron asido a él y a su caballo hasta su cuartel, donde, alzándole de la silla, por entre ella y el muslo le cortaron la flecha, y luego con gran tiento quitaron la silla y vieron que la herida del caballo no había sido penetrante, empero se admiraron que la flecha, siendo de las comunes que los indios hacen de munición sin casquillo, hubiese penetrado tanto, que era de carrizo y la punta hecha de la misma caña, cortada al sesgo y tostada al fuego.

A Sanjurge dejaron tendido en el llano a beneficio de su habilidad, que, entre muchas que tenía, era una curar heridas con aceite, lana sucia y palabras que llamaban de ensalmo, que en este descubrimiento había hecho muchas curas de gran admiración, que parecía tener particular gracia de Dios para ellas. Empero, después que en la batalla de Mauvila se les quemó el aceite y la lana sucia y lo demás que los castellanos llevaban, había dejado de curar y, aunque él mismo se había visto herido otras dos veces, la una de una flecha que le entró por el empeine y le salió al calcañar, de que estuvo más de cuatro meses en sanar, y la otra de otra flecha que le dio en la coyuntura y juego de la rodilla, donde le quedó quebrado el casquillo, que era de cuerna de venado, y para lo sacar le habían hecho grandes martirios, con todo eso, no había querido curarse ni a sí ni a otro herido, entendiendo que no aprovechaba la cura sin aceite y lana sucia.

Ahora, pues, viendo la necesidad que tenía y no queriendo llamar al cirujano por una rencilla que con él había tenido, que por la aspereza y crueldad con que le curaba la herida de la rodilla, enfadado de la torpeza de sus manos, por gran injuria le había dicho que si otra vez se viese herido no le llamaría, aunque supiese morir, y el cirujano, en su satisfacción le había respondido que, aunque supiese darle la vida, no le curaría, que no le llamase cuando lo hubiese menester.

Guardando entre ellos este enojo de tanta importancia, ni Sanjurge quiso llamar el cirujano ni el cirujano quiso comedirse a ir a le curar, aunque supo que estaba herido. Por lo cual le pareció socorrerse de lo que sabía, y, en lugar de aceite, tomó unto de puerco, y por lana sucia, las hilachas de una manta vieja de indios, que muchos días había que entre los castellanos no había camisa ni cosa de lienzo. Y fue de tanto provecho la cura que se hizo, que en cuatro días que el ejército, por los muchos heridos que llevaba, descansó en aquel alojamiento, sanó, y al quinto día, caminando los nuestros, Sanjurge subió en su caballo y, para que los españoles viesen que estaba sano, corrió por un lado y otro del ejército diciendo a grandes voces: "Dadme la muerte, cristianos, que os he sido traidor y mal compañero, que, por no haber yo querido curar entendiendo que la virtud de mis curas estaba en el aceite y lana sucia, he dejado morir más de ciento y cincuenta de los vuestros."

Con los sucesos que hemos contado salieron los castellanos de la provincia de los Vaqueros y caminaron a largas jornadas veinte días por otras tierras que no les supieron los nombres. Llevaban su viaje en arco hacia el mediodía y, por parecerles que decaían mucho de la provincia de Guachoya, donde deseaban volver, enderezaron su camino al levante, con advertencia que siempre fuesen subiendo al norte. Caminando de esta suerte llegaron a cruzar el camino que a la ida habían llevado, mas no lo conocieron por la poca cuenta que al ir habían tenido de las tierras que atrás dejaban.

Cuando llegaron a aquel paso era ya mediado septiembre y, habiendo caminado casi tres meses después que salieron del pueblo de Guachoya, en todo aquel tiempo y largo camino, aunque no tuvieron batallas campales, nunca les faltaron rebatos y sobresaltos, que los indios a todas horas del día y de la noche les daban, con que nunca dejaban de hacer daño, principalmente en los que se desmandaban del real, que, acechándolos como salteadores, viéndolos apartados de la compañía, luego los flechaban, y así mataron en veces más de cuarenta españoles en sólo este viaje. De noche entraban en el real a gatas y arrastrándose por el suelo como culebras, sin que las centinelas los sintiesen, flechaban los caballos y a las mismas centinelas, tomándolos por las espaldas, en castigo de que no los hubiesen visto ni oído. Así mataron una noche dos centinelas. Con estas pesadumbres continuas traían los indios muy fatigados a nuestros castellanos.

Un día de los de este viaje acaeció que, como algunos españoles tuviesen falta de servicio, pidieron licencia al gobernador para quedarse emboscados docena y media de ellos y prender diez o doce indios de los que a la pospartida de los españoles solían venir a su alojamiento a rebuscar lo que en él quedaba como si dejaran cosas de provecho.

Con la licencia del general quedaron una docena de caballos y otra de infantes metidos entre unos árboles espesos, y en el más alto de ellos pusieron una atalaya que diese aviso cuando hubiese indios, y, en cuatro lances, con mucha facilidad, prendieron catorce indios sin que hiciesen resistencia alguna, y queriendo irse los castellanos con la presa, habiéndola repartido entre ellos, salió maestre Francisco Ginovés, a cuya recuesta se había pedido la licencia, el cual, no contento con dos indios que le habían dado, dijo que había menester otro y que no fuesen hasta que lo hubiesen preso.

Los compañeros le dijeron que por aquella vez se contentase con los que tenía, que ellos le prometían acompañarle otro día que los quisiese prender. Maestre Francisco, obstinado en su pretensión, dijo que, aunque se quedase solo, no se había de ir de allí hasta haber preso un indio, que lo había menester. Y, aunque cada uno de los compañeros le ofreció el que le había cabido en suerte, por agradarle, porque entendían que presto le habría menester para el hacer de los bergantines, no quiso aceptarlo, diciendo que no había de ser tan descomedido que quitase a otro lo que le hubiesen dado por suyo, que él quería que se prendiese un indio en su nombre. Con esta porfía rindió a sus compañeros a que se quedasen en la emboscada, contra la voluntad de todos ellos, que parece que adivinaban el mal suceso. Poco después dio el atalaya aviso que había un indio en el puesto.

Los castellanos, con deseo de irse, no aguardaron que viniesen más indios, y así salió corriendo uno de a caballo, que se decía Juan Páez, natural de Segovia, de quien atrás hicimos mención, que no escarmentó de lo pasado y arremetió con el indio, el cual, porque no le atropellase el caballo, se metió debajo de un árbol y puso una flecha en el arco y esperó al castellano. El cual, pasando por lado, le tiró al través una impertinente lanzada. El indio, al emparejar del caballo, le tiró la flecha y le dio junto al codillo izquierdo y le hizo ir trompicando más de veinte pasos y cayó muerto. En pos de Juan Páez había salido otro de a caballo, que era de su camarada y de su propia tierra y había nombre Francisco de Bolaños, el cual arremetió con el indio, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, le tiró por el lado un golpe de lanza poniéndola sobre el brazo izquierdo, que fue de ningún efecto.

El indio, que presumía emplear mejor sus flechas que los castellanos sus lanzas, tiró una al caballo y le dio por el mismo lugar que al primero, de tal manera que por los mismos pasos del otro fue rodando y cayó muerto a sus pies. Felicísimos dos tiros si al tercero no hallara contradicción que le cortó el hilo de la buena dicha. Otro lance al propio contamos haber pasado en la provincia de Apalache.